Anarquismo obrero y violencia extrema: Conferencia en la Université Populaire de LYON (2005) – Daniel COLSON (2025)


5 de May del 2025
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En resumen, y por lo que se refiere a esta primera secuencia de violencia específica del anarquismo obrero, podríamos decir lo siguiente:



Como todo, como todo ser, la violencia propia del anarquismo obrero es una violencia original o genérica, una novedad radical, que no hace más que autorizarse a sí misma, como diría Lacan.

Por eso la violencia que caracteriza a los movimientos obreros de carácter libertario es siempre una violencia plenamente asumida. El anarquismo obrero nunca dice «es culpa tuya si te golpeo o te mato». Asume plenamente su propia libertad, la afirmación de su propia voluntad.

Al mismo tiempo, sin la menor excusa posible, porque rechaza todas las excusas, tiene que mostrar cómo sus actos, incluso los más violentos o los más extraños, aportan o no emancipación, cómo aportan o no mayor alegría y libertad. Eso es lo que veremos más adelante: el valor intrínseco, el valor por sí mismo, tanto bueno como malo, sin ninguna justificación externa, de las prácticas libertarias, incluso en los momentos de violencia más extrema.

Pero hay un punto delicado a considerar aquí: la violencia del anarquismo obrero es una violencia plenamente asumida, sin sobras, sin excusas ni justificaciones, pero esto no significa que esta violencia sea un acto voluntario o consciente, un acto calculado.

Eso es lo que cuesta entender, un punto en el que pivota toda la originalidad del anarquismo, sobre todo en su relación con la violencia. Este punto podría resumirse en tres proposiciones aparentemente contradictorias o paradójicas, sobre las que podemos volver en la discusión si lo deseáis:

1) el anarquismo asume plenamente sus actos, sin descanso, sin precondiciones ni justificaciones; no volveré sobre este punto

2) Pero estos actos no son la consecuencia de una decisión consciente, voluntaria o deliberada, calculada. Los vive como un acontecimiento, una situación imprevista, imprevisible, inconsciente.

Los vive como otra persona, como alguien distinto de sí mismo. Un poco como cuando uno se precipita a socorrer a alguien, arriesgando su vida, y es felicitado después, aunque explique que no sabe por qué lo hizo, que no lo pensó bien, que si lo hubiera pensado bien no lo habría hecho, que se precipitó, que no pudo evitarlo, etc. Hay otra hermosa expresión corriente: «c’est plus fort que moi [no puedo evitarlo]» o, en el caso de lo que estamos hablando aquí, «ça a été plus fort que moi [no pude evitarlo]», tenía que ir a por ello, tenía que ir a por ello, a riesgo de morir.

Esta afirmación «no he podido evitarlo» es una afirmación filosófica muy importante, que pretende expresar una idea filosófica esencial difícil de comprender, y sobre la que os parecerá que insisto demasiado, que me repito, pero precisamente porque es una idea difícil y muy importante que no hay que descartar de entrada, y a la que, como a muchas otras ideas, hay que volver una y otra vez. Volver sobre una idea importante no es repetir lo mismo, es repetir algo diferente, y esto es lo que hay que entender, con Deleuze entre otros, pero también con Manet pintando incansablemente nuevos nenúfares. Aquí reside la gran idea de Deleuze del eterno retorno nietzscheano, no el retorno de lo mismo, sino el retorno de lo diferente, de un mismo que es constantemente diferente, como los nenúfares de Manet.

AsíSigo con el segundo punto, se podría decir que el anarquismo obrero tiende constantemente a asumir actos que le son radicalmente otros, que se le imponen como una alteridad absoluta, como el acto de correr a socorrer a alguien que no conoces, donde te arriesgas por completo, donde arriesgas tu vida, cosa que no harías si lo pensaras un minuto, porque hay que actuar en el momento y esperar ni un segundo corre el riesgo de hacer inútil el acto, pero sobre todo porque entonces te darías cuenta de que no tienes ningún interés, ninguna razón razonable para arriesgar tu vida por un desconocido, por algo que no te concierne y que a la larga tendrá para ti consecuencias igual de imprevisibles o demasiado previsibles [ejemplo telefilme, la mujer que lleva a casa a un niño judío en el momento de la redada de Vel d’Iv].

3) En tercer lugar, esta alteridad absoluta del acto, este acontecimiento que nos saca de nosotros mismos, produce al mismo tiempo otro yo. Nos convertimos en otros en este acto, descubrimos potencialidades y subjetividades impensables e impredecibles dentro de nosotros mismos, asombrosas en el buen y en el mal sentido. Nos convertimos en otro yo.

Este análisis un tanto difícil tiene un gran número de consecuencias, sobre todo en términos de violencia.

Primera consecuencia.Es política, en el ámbito de la filosofía política. Los actos de violencia del anarquismo obrero no tienen nada que ver, por ejemplo, con las meditadas decisiones de lucha armada de ciertos movimientos anticolonialistas o revolucionarios, como en Argelia la víspera de Todos los Santos de 1954 o en Cuba unos años más tarde. No se inscriben en un espacio y un análisis políticos, dentro de una estrategia previa de la que dependerían luego las diferentes modalidades tácticas, a la manera de los aparatos políticos y militares, por ejemplo, a través de una cadena de mando, del más grande al más pequeño, de arriba abajo, del centro a la periferia. Porque está ligada a la revuelta, la violencia anarquista siempre viene de abajo y de todas partes, de la infinita multitud de situaciones, de la infinita interacción de circunstancias que componen el tejido de la realidad. Viene de abajo arriba, como suele decirse, pero un abajo sin cumbres, dentro de una realidad donde sólo hay bases, ya sea en un miserable barrio de chabolas o en un despacho presidencial, donde las secretarias toman notas y los presidentes se rascan discretamente un eccema que les pica.Para el anarquismo no hay cumbres, sino un solo plano de la realidad, o más exactamente una multitud infinita de planos, de bases, que se superponen, se fusionan, se ignoran y se contradicen.

La segunda consecuencia. Ya la hemos descrito, pero volveré sobre ella de todos modos. Porque viene de abajo y de todas partes, y porque está ligada a la revuelta, esta violencia adquiere siempre las características de la espontaneidad. Surge. No está determinada, ni por una causa externa, como hemos visto, ni por un actor libre que interviene para realizar un acto libre. No depende principalmente de la voluntad y de la conciencia, como tampoco depende de una causa o del determinismo. La crítica anarquista a las causas y al determinismo que éstas implican no es una justificación del supuesto libre albedrío de los actores atrapados en una situación. El anarquismo rechaza cualquier idea de agentes o actores, ya sean presentes o pasados, humanos o no humanos. Y por eso, para el anarquismo, la revuelta y la violencia que la acompaña surgen únicamente de situaciones y circunstancias, de forma imprevista y nueva, espontáneamente.Si se me permite una fórmula ordinaria un poco ridícula y reductora, pero cuyo sentido volveremos a encontrar más adelante, en particular con Michel Certeau, podríamos decir que el lema del anarquismo obrero es la idea de que «la oportunidad hace al ladrón».

Una fórmula muy interesante que invierte el orden habitual de las cosas. No es el ladrón, el ladrón, el actor, el sujeto habitual, el sujeto humano, quien crea la oportunidad, quien crea la situación. Es al revés. Es la oportunidad la que hace al ladrón. El término «hacer» debe tomarse en todo su sentido. La identidad del ladrón está «hecha» por la ocasión o la situación en la que vuela. Si la oportunidad hace al ladrón, entonces todos somos ladrones en potencia, y por supuesto multitud de otras cosas y otros seres, cobardes, valientes, calculadores y aprovechados, mirones y los que disfrutan con la desgracia ajena, etc.

Esta oportunidad, en este caso de revuelta, que hace al rebelde, esta oportunidad puede ser deseada durante mucho tiempo, buscada, pero de otro modo y en otro lugar, en otras situaciones, en pequeños grupos de afinidad por ejemplo, o en sindicatos desangrados que sobreviven como pueden, como espías durmientes, a la espera de la próxima huelga.Deseada o no, la revuelta sigue siendo siempre una ocasión, es decir, en el sentido original de la palabra ocasión, algo que «sucede», una hermosa palabra tan rica y por tanto oscura como la palabra revuelta. Algo que «sucede» es algo que a la vez «surge» y «deviene», un nacimiento ex-nihilo por así decirlo, un punto en el que podemos detenernos un momento.

Para el anarquismo obrero, la revuelta, como toda realidad, nace siempre de en medio de las cosas, pero bajo la forma de una novedad absoluta. «Soy otro hombre», decía nuestro amante, cuando decidió dejar de beber, ir a trabajar y ducharse cada noche; O Proudhon a raíz de los enfrentamientos de febrero de 1848, cuando tomó la decisión de decir sí a los acontecimientos, de dejarse llevar por ellos, de dejarse llevar por esta ocasión revolucionaria, tan contraria a toda una dimensión de su personalidad, pero que en realidad le conformaba de manera diferente, al menos durante un tiempo, a otros recursos enterrados en su interior, que explicaban su pensamiento si no su vida y que de repente, reordenándose, recomponiéndose de manera diferente, transformaron a la vez este pensamiento y esta vida, una tarde de febrero de 1848.

Ahora podemos volver a la historia y a la naturaleza particular de la violencia anarquista, de la que no he dicho casi nada. Esta violencia, en sus múltiples y singulares manifestaciones, puede relacionarse con dos polos contradictorios.

En su sentido más amplio, la violencia anarquista se inscribe en una larga tradición de insurrecciones y levantamientos obreros y populares en toda Europa, de la que Francia es un buen ejemplo, con seis grandes levantamientos armados en el transcurso del siglo XIX y en sólo cuarenta años:

– en julio de 1830 en París,

– en noviembre de 1831 en Lyon (primera revuelta de los Canuts),

– en abril de 1834, también en Lyon (segunda revuelta de Canuts),

– en febrero de 1848 en París,

– en junio del mismo año,

– y finalmente en 1871 con la Comuna de París.

Un punto importante a señalar, igualmente contradictorio pero crucial para comprender la violencia del anarquismo obrero. Estos levantamientos fueron extremadamente mortíferos, con 600 muertos sólo entre los insurrectos en la primera revuelta de los Canuts en Lyon, 1.000 cuatro años más tarde, 5.000 muertos en París en junio de 1848 y 30.000 muertos en 1871 sólo entre los Comuneros. Estas revueltas fueron, pues, muy mortíferas, y lo que fue cierto en Francia lo fue también en Italia y España, por ejemplo. Sin embargo, paradójicamente, este carácter asesino va de la mano de la ausencia de lo que podríamos llamar provisionalmente la ferocidad o, de un modo deliberadamente ingenuo, la maldad y el carácter odioso y despiadado de lo que más tarde se convertirían en guerras civiles.

Lo que debemos comprender es que los levantamientos populares e insurreccionales del siglo XIX, de los que surgió toda una dimensión, sin duda la más importante, de la violencia anarquista, no fueron guerras civiles. Básicamente, fueron entre el Estado y «el pueblo» (el pueblo entre comillas), o para ser más precisos, el pueblo de las ciudades, es decir, la gran masa de personas no privilegiadas, desde comerciantes y pequeños burgueses hasta mendigos y un número creciente de trabajadores. Las guerras civiles, que fueron muy diferentes, llegaron más tarde, en la primera mitad del siglo XX y tras una escisión en el seno del pueblo que pudo observarse en Francia desde finales del siglo XIX, con la aparición del Boulangismo, llamado así por el general que reunió tras de sí a gran parte de ese antiguo pueblo revolucionario. El pueblo revolucionario se dividió entonces en dos, anunciando así -aunque después de los inicios del Segundo Imperio francés- el desarrollo hasta entonces improbable de lo que iba a ser el fascismo, de Mussolini a Perón en Argentina, pasando por Franco, el nazismo de Hitler y un gran número de otros regímenes autoritarios apoyados por una parte nada despreciable de la población, una población de derechas y de extrema derecha dispuesta a ponerse el uniforme y a luchar en las calles en enfrentamientos que luego se convertían en guerra civil.

La violencia del anarquismo obrero se inscribe, pues, en una configuración más antigua de los conflictos en el seno de una misma sociedad, no la guerra civil, sino la revolución, es decir, el levantamiento del pueblo contra el Estado. Estos levantamientos son, en efecto, mortíferos. A menudo mueren miles de personas en pocas horas. Pero, aparte de la represión que les sigue, estos enfrentamientos suelen ser muy breves, duran apenas unos días, por lo que se habla de ellos no sólo como «acontecimientos», término bastante significativo, sino sobre todo como «días», los «días de junio», por ejemplo, para el segundo levantamiento de 1848, que fue el más mortífero.

El gran número de muertos era, pues, el resultado de una secuencia muy breve, un momento de excepción que no dejaba tiempo para que la violencia extrema o rutinaria se instalara.

Las víctimas de estos levantamientos fueron muy numerosas, y su principal característica fue que fueron el resultado de batallas callejeras y de un enfrentamiento entre el pueblo y el ejército, una especie de duelo que se convirtió en bastante ritual con el paso del tiempo y en su propia excepción. Un duelo relativamente igualitario dado el armamento de la época (sólo en las revueltas de 1848 murieron en combate tres o cuatro generales); un duelo que tendía a excluir en gran medida la sórdida violencia del más fuerte contra el más débil, del armado contra el desarmado.

Sin duda sería necesario matizar y precisar las circunstancias de cada insurrección, así como su calendario. La Comuna de París, por ejemplo, anunció sin duda la crueldad de las futuras guerras civiles en muchos aspectos, sobre todo por parte de las fuerzas represivas. Pero, a grandes rasgos, la violencia insurreccional de la que surgió el anarquismo obrero puede caracterizarse así: una violencia intensa pero muy breve que, por su brevedad y condiciones, tiende a excluir el carácter degradante de las futuras guerras civiles, y se identifica con el momento único de la revuelta, ese momento en el que, a los ojos de todos, el bien y la justicia están siempre del lado de los rebeldes.Como bien decía un eslogan maoísta a principios de los setenta, durante su breve etapa anarquista: «¡Siempre tienes derecho a rebelarte!

Además de esta primera característica insurreccional, a la escala mayor de una ciudad, una región o un país, y sobre la que podemos volver en la discusión, hay otra característica mucho más nueva, a menor escala esta vez, que sin duda constituye la especificidad del anarquismo obrero, su propia invención, pero también el desencadenante de la violencia posterior, la primera secuencia de ciclos de violencia que acompañan las diferentes experiencias de los movimientos obreros libertarios. Como la revuelta insurreccional, es también una violencia original o primera, pero la mayoría de las veces minúscula e insignificante en términos de actos, más bien como el desencadenante de la revuelta del acorazado ruso Potemkin, la protesta, los gritos y el rechazo a comer carne podrida, pero también el desencadenante de la mayoría de los conflictos sociales en Francia antes de 1914, por ejemplo.Afortunadamente, y debido a su preocupación, los poderes públicos franceses, a través de los prefectos y la policía, llevaban registros y descripciones muy precisos de los conflictos laborales, sus causas, el número de trabajadores implicados, etc. Gracias a ello, disponemos de abundante material sobre estos conflictos y, en particular, sobre las razones por las que estallaron.

Por mi parte, me he interesado especialmente por la industria metalúrgica y por una región concreta: la zona industrial de Saint-Etienne. Este examen es, pues, parcial y requeriría muchas más investigaciones. Pero, dentro de sus límites, proporciona una valiosa indicación del poder creciente de las reivindicaciones obreras en vísperas de la guerra de 1914, y de la naturaleza de este poder creciente en todos los países industrializados, un poder que iba a alcanzar su cenit unos años más tarde, antes de ser destruido por la crisis económica y las diversas reacciones fascistas. Más de dos tercios de los conflictos sociales en la industria metalúrgica son conflictos de autoridad, es decir, conflictos interpersonales muy pequeños o minúsculos al principio, y que generalmente se refieren a las relaciones con los capataces y las capataces. No desarrollaré más este punto, pero una observación es necesaria aquí.

Estos conflictos de autoridad, que estuvieron en el origen de la mayoría de las huelgas de la industria metalúrgica en los años que precedieron a la guerra de 1914, no pueden explicarse principalmente por simples problemas psicológicos. Si así fuera, entre otras razones, se encontrarían en todas las épocas y en todos los sectores industriales. Pero no es así.

Están muy circunscritos, tal vez a una rama de la industria -habría que comprobarlo-, pero sobre todo a un momento concreto. Estos conflictos de autoridad pueden encontrarse también en la organización de la producción tal como existía en la época. Pero, con mucha mayor certeza, son ante todo el resultado de una lucha general por el poder entre el movimiento obrero y la patronal y los poderes públicos. Cada incidente, por minúsculo que sea, está vinculado a una relación general de fuerzas que lo hace posible y que expresa en toda su singularidad y minuciosidad.Puedo mirar a un capataz a los ojos porque formo parte de un vasto movimiento colectivo, aunque sea en parte mítico, del que el capataz en cuestión no sabe nada, pero también porque este incidente adquiere inmediatamente una significación simbólica y material desproporcionada con respecto a lo que es, y sus riesgos de contagio o de generalización son la mejor muestra de ello.

Como muestra la documentación, el gran problema para la policía y la prefectura era evitar que estos conflictos iniciales, minúsculos pero muy numerosos y especialmente contagiosos, se extendieran inmediatamente y prendieran fuego a toda la fábrica, pero también a las fábricas vecinas y, en última instancia, a toda la zona industrial. Esto era algo que todo conflicto tendía a producir, debido a la concentración y proximidad de las fábricas, a la gran fluidez de los trabajadores más cualificados, como molineros y montadores, que se desplazaban de una fábrica a otra, y sobre todo a la acción muy eficaz de los numerosos sindicatos de la época, casi todos dirigidos, al menos en la industria metalúrgica, por una nueva y también numerosa generación de militantes anarquistas a menudo muy jóvenes.

Esta violencia original o revuelta, que el anarquismo obrero teoriza y enseña a desarrollar, se limita por tanto, en primer lugar y la mayoría de las veces, a incidentes y actos muy pequeños, todos ellos tendentes a detener o perturbar el juego aparentemente bien engrasado de la reproducción social: decir no, cruzarse de brazos, parar el trabajo, pedir un descanso, tirar el martillo al suelo o simplemente, en algunos casos, mirar a los ojos al capataz, al jefe o al casero.

Me gustaría destacar dos puntos que me parecen importantes. El primero es el contraste entre el carácter limitado de esta multitud de actos de revuelta, insumisión o insubordinación y la intensidad de la violencia que implican, tanto por parte de los autores como de los agentes de la reproducción de las relaciones sociales. Tendríamos que ser capaces de medir la cantidad de energía que moviliza el simple acto de decir no en interacciones que, por su parte, movilizan también todo el poder físico y simbólico del orden existente. Y también tendríamos que evaluar no las condiciones generales, sino el efecto global de todos los acontecimientos que hacen posibles estos pequeños actos de revuelta.

Esto es válido para todos y cada uno de nosotros, hoy en un contexto diferente que corre el riesgo de hacernos olvidar las condiciones, sin duda mucho más duras, de las relaciones laborales, jerárquicas y de clase propias de los inicios de la industrialización. Revolverse, incluso de forma insignificante, muy limitada, en una fábrica como en una familia, y cualesquiera que sean las condiciones favorables, implica o bien una inmensa violencia contra uno mismo, o bien, cuando estalla como decimos, una inmensa violencia acumulada en el seno de las relaciones que estallan. Pero esta violencia, del lado del rebelde y del rebelado, se duplica inmediatamente por otra violencia igualmente intensa del lado de los agentes del orden o de la reproducción del orden, el marido, el capataz, el policía, etc….. Es una violencia a la altura de una transgresión que, a los ojos de quienes sostienen la autoridad y el orden, se vive tan intensamente como la blasfemia religiosa, en forma de desafío radical al orden del mundo.

El segundo punto que me gustaría destacar es más general y de otro orden (si se quiere). Esta forma de revuelta inventada y teorizada por el anarquismo obrero ayuda a comprender el concepto de acción directa.Mirar directamente a los ojos a tu capataz, quedarte quieto en lugar de cumplir la orden que te da, o incluso decirle «jódete», por ejemplo, es un acto performativo de ruptura que impide cualquier negociación inmediata, cualquier restablecimiento del vínculo social que se acaba de romper y que la orden intentará restablecer inmediatamente: implicando al delegado sindical, diciendo «tenemos que hablar», «deberíais haber hablado de esto antes», etc. Los actos que dieron lugar a gran parte de los conflictos en este sector y en este momento fueron actos sin condiciones discursivas o formales previas y, en el caso de los sindicatos en ese momento, sin una etapa posterior igualmente discursiva. Los actos que dieron lugar a un gran número de conflictos en este sector y en esta época fueron actos que no tenían condiciones previas discursivas o formales y, en el caso de los sindicatos de la época, ninguna etapa posterior igualmente discursiva y formal, como lo que se conocía como «negociación». Cada parte se contentaba, por lo general sin reunión ni discusión, con registrar los resultados del conflicto y, cuando éste llegaba a su fin, más o menos rápidamente, con registrar los efectos de la relación de fuerzas, que también se reflejaban en un acto: la retirada de una amonestación o de un despido, la marginación del capataz o, por el contrario, la reanudación del trabajo, la obligación para el trabajador o los trabajadores afectados de encontrar trabajo en otro lugar, etc.Los actos o acontecimientos que están en el origen de estos conflictos sociales tienen ciertamente su propia justificación, intrínseca a lo sucedido, en la interacción inmediata: «Fue una palabra o una mirada de más», pero también se transformaron inmediatamente, por su carácter incongruente o irrisorio desde el punto de vista del orden y de la continuidad social, en una grieta en ese orden y en esa continuidad, una grieta de la que se engolfa o emerge (no sabemos muy bien qué decir) todo lo que el anarquismo obrero portaba en ese momento y que hizo posible ese acto de revuelta: el rechazo radical de lo que es, y por tanto la afirmación de otro mundo posible, del que el sindicato en cuestión es la expresión inmediata, con todo un barrio, toda una ciudad, detrás, con su opinión pública, su bolsa de trabajo donde los huelguistas van en procesión, etc.

Desde el punto de vista de la violencia, de lo que tenemos que darnos cuenta es de que en esta secuencia inicial de pequeñas revueltas que forman el tejido de la acción obrera libertaria, la violencia es extremadamente mínima en su escala visible o en sus manifestaciones físicas o fácticas, pero constituye una carga explosiva extremadamente potente en el terreno simbólico de las relaciones sociales y, por lo tanto, en el terreno de los cuerpos, relaciones sociales que, evidentemente, existen no sólo en el cielo simbólico de las ideas sociológicas, sino enganchadas a los cuerpos, investidas de cuerpos, productoras de cuerpos, felices, ansiosas, eufóricas, intimidadas, a gusto o a disgusto, etcétera. Esta carga explosiva de los actos iniciales de revuelta, tanto en el terreno simbólico como en el físico de los cuerpos, es por tanto la mayoría de las veces casi invisible, imperceptible como cualquier carga explosiva, antes de que estalle realmente, y hasta su misma explosión, a menudo muy limitada en sus efectos iniciales.Pero la potencia física de esta carga explosiva que poseen incluso los más pequeños actos de revuelta es inmediatamente perceptible, cegadora se podría decir, e inverosímil en sus efectos desde el punto de vista de los cuerpos, de las disposiciones sociales y del funcionamiento del poder público: Un informe de la policía a la Prefectura por una colilla arrojada a los pies de un capataz, seguido de un segundo informe del Prefecto al Ministro del Interior sobre el mismo hecho, patrullas policiales alrededor de la fábrica, y luego, de un momento a otro, una ampliación del conflicto que, en el valle del Ondaine, en 1910 y 1911, desembocó en más de tres meses de huelgas, primero en una fábrica, luego en otras tres o cuatro, después en todo el valle, con la presencia del ejército, la colocación de bombas y, por último, el incendio del ayuntamiento de Le Chambon Feugerolle, uno de los municipios del valle.

Análogamente ,y para evitar un análisis demasiado largo y detallado de los actos de revuelta del anarquismo obrero, la violencia de los conflictos sociales de carácter libertario podría compararse a la situación de una familia tradicional en la que el hijo, ante una nueva observación de su padre, se limita a mirarle directamente a los ojos, sin decir nada, y desencadena así una crisis espantosa, gritos, golpes, llantos, roturas de cosas, y posiblemente, como ocurrió este verano en la región de Grenoble, el asesinato del padre por el hijo o viceversa. Y a condición de precisar que en el caso del anarquismo obrero es más bien al revés como suceden las cosas.

De ahí la segunda secuencia: la violencia inverosímil y desproporcionada provocada por esta transgresión obrera del orden establecido. De lo que tenemos que darnos cuenta, y lo que sabemos de las experiencias obreras de dimensión libertaria o revolucionaria, es que el carácter violento de los conflictos de clase en el pasado, como hoy en muchas partes del mundo, se debe la mayoría de las veces a la reacción del Estado y de las clases privilegiadas. Hay, por supuesto, variaciones, según el lugar, la época y el contexto social y político de un país determinado. Pero estas variaciones muestran cómo las formas de violencia que más a menudo acompañan al anarquismo obrero están en gran medida ligadas a la reacción -en el verdadero sentido de la palabra- de quienes sostienen el orden existente.

La experiencia francesa, por su relativa moderación, es significativa aquí, sobre todo porque podemos considerar que esta experiencia, en su dimensión positiva, sirvió en parte de modelo o más bien de matriz para un gran número de otros movimientos obreros de carácter libertario, movimientos en los que los actos de violencia fueron a veces mucho más numerosos, como en España por ejemplo.

La aparición en Francia, unos quince años después de la Comuna de París y sus miles de muertos, de un fuerte movimiento obrero libertario no dejó de provocar reacciones violentas por parte del Estado y de las clases privilegiadas. El ejército disparó contra los desfiles obreros en varias ocasiones, en Fourmies, en el norte de Francia, en los suburbios de Saint-Etienne y más tarde, en 1909 y en un contexto diferente, en Draveil Saint-Georges, cerca de París. Aquí y allá, en el marco de los sindicatos llamados «amarillos», los empresarios apoyaron y financiaron a matones dispuestos a utilizar los medios más extremos contra los sindicalistas.Pero en el contexto republicano de la sociedad francesa, la violencia represiva del Estado y de las clases privilegiadas permanecería siempre relativamente controlada y moderada, permitiendo el desarrollo de un movimiento obrero que, ciertamente, los partidarios del orden -el Estado, la Iglesia y la patronal- veían muy a menudo como una amenaza muy seria, pero paradójicamente tanto más peligrosa cuanto que esta amenaza toma la forma eminentemente pacífica de una contra-sociedad obrera cada vez más poderosa, con sus bolsas de trabajo, sus bibliotecas, sus cursos de formación profesional, sus grupos teatrales, sus dispensarios médicos, sus servicios jurídicos, pero también sus huelgas incesantes y la promesa, ampliamente tomada en serio, de que tarde o temprano reunirá la fuerza suficiente para acabar de un plumazo con el orden establecido.

Y es aquí donde encontramos el modelo y la tradición de las insurrecciones del siglo XIX, pero un modelo y una tradición que vienen después y no antes, un modelo insurreccional que sólo requiere un mínimo de violencia en vista del poder de la contrasociedad que lo impone.En forma de simple huelga general, insurreccional sin duda, pero a un mínimo sindical si se quiere, a la manera de las trompetas de Jericó en la Biblia, que debían bastar, por su número y su clamor, para derribar las murallas de la ciudad, casi sin derramamiento de sangre o mediante enfrentamientos reducidos al mínimo estricto.

Muy intensa y controlada, así era la violencia que el sindicalismo revolucionario francés contribuyó a inventar a finales del siglo XIX y principios del XX. Fue una invención y una forma controlada de violencia que se benefició del contexto republicano de la época, de la capacidad o la necesidad del Estado francés, ahora republicano, de controlar su propia violencia, incluso debido a la relativa expectación de las élites republicanas e incluso monárquicas ante una solución obrera radical, temida por muchos, pero vista como posible y probable por los gobernantes de la época. Y eso antes de que los defensores del orden establecido se dieran cuenta de que su moderación más o menos forzada y coaccionada podía precisamente desarmar esta alternativa obrera radical, transformándola en mero reformismo y convirtiendo la huelga, esta amenaza vivida durante mucho tiempo como mortal y aterradora, en un simple ritual de gestión de las relaciones sociales.

Por otra parte, el ejemplo de España, pero también de prácticamente todos los países de América Latina, muestra cómo la extrema violencia y ferocidad de las relaciones de clase propias de estos países están estrechamente ligadas a la reacción del Estado y de las clases privilegiadas. A diferencia de Francia o incluso de Italia, España, clerical y tradicional, está dominada por fuerzas derivadas en gran medida del antiguo régimen, sobre todo en lo que se refiere a la propiedad de la tierra y a los diversos aparatos del Estado. A pesar de numerosos enfrentamientos violentos a lo largo del siglo XIX, la burguesía española nunca consiguió imponerse a las antiguas clases dominantes, dejando un movimiento obrero en auge y un Estado arcaico incapaz de la más mínima tolerancia o compromiso con respecto a la fuerza creciente de este movimiento obrero, en particular en las regiones más industrializadas como Cataluña. La más mínima huelga, la más mínima reivindicación tendían siempre a provocar reacciones y represiones ciertamente proporcionadas al miedo que sentían las clases privilegiadas, pero los medios utilizados y la extrema violencia física que implicaban no guardaban ninguna relación, desde el punto de vista de la violencia, con las formas de acción del movimiento obrero español.En todo conflicto social, pero también en un contexto de extrema pobreza, particularmente en Andalucía, los partidarios del orden -una mezcla o alianza de empresarios modernos, empresas extranjeras y las viejas clases arcaicas- llamaron inmediatamente a la guardia civil, un cuerpo militar brutal y expeditivo en la forma de restablecer el orden, pero también milicias y grupos armados encargados de intimidar y abrir fuego muy rápidamente contra los huelguistas o asesinar a los militantes obreros. En España, la más mínima huelga acababa frecuentemente con el uso de las armas y con muchos muertos. No entraré en los detalles de una situación compleja que explica el auge progresivo de un clima de violencia física inimaginable en Francia en la misma época; un contexto en el que encontramos la fuerza pacífica del movimiento obrero a la francesa, con sus cooperativas, sus locales, sus ateneos libertarios, sus grupos teatrales, etc., pero una fuerza pacífica constantemente enfrentada a la represión y obligada a defenderse físicamente contra un Estado y unas clases privilegiadas que negaban su existencia.Así, a principios de los años veinte, sobre todo en Cataluña, la policía y las milicias armadas de la patronal empezaron a asesinar sistemáticamente incluso a los activistas sindicales más moderados, y la CNT se vio amenazada con la desaparición pura y simple.

Fue entonces cuando los dirigentes de la CNT organizaron una reunión clandestina en el bosque con varios jóvenes afiliados, para crear grupos armados de defensa y responder con la violencia a la violencia de la patronal y del Estado. De ahí la serie ininterrumpida de enfrentamientos y asesinatos a lo largo de los años veinte, sobre todo en Cataluña, una violencia de la que la CNT catalana salió victoriosa en julio de 1936, antes de desaparecer dos años más tarde en la guerra civil.

Aquí hay un punto importante. Se trata de las atrocidades de la guerra civil española, que ya hemos mencionado. Es cierto que los nacionalistas y el régimen franquista llevaron a cabo asesinatos sistemáticos y planificados a una escala mucho mayor que en el bando republicano. Sobre la base de una investigación aún no completa pero sólida, los historiadores estiman que 150.000 personas fueron asesinadas o ejecutadas por el régimen de Franco, y 50.000 por los republicanos. Estos últimos fueron también extremadamente feroces. En el conjunto de España, cerca de 8.000 sacerdotes y religiosos fueron asesinados en el bando republicano, y el anarquismo obrero, aunque no fuera ni mucho menos el único partido implicado, tuvo mucho que ver en estas numerosas ejecuciones y asesinatos. Pero, al menos para Cataluña, donde los anarquistas fueron los más hegemónicos, probablemente no podamos entender nada de esta explosión de violencia, en gran parte espontánea pero que el anarquismo obrero sancionó más o menos, sin situarla en el clima de más de quince años de enfrentamientos cada vez más violentos, asesinatos y contra-asesinatos donde, en Cataluña por ejemplo, no había probablemente una sola familia obrera que no tuviera a alguien encarcelado, torturado o asesinado por la policía y las milicias patronales.

Me gustaría añadir aquí un comentario importante. Los historiadores han mostrado, con razón, cómo este aumento de la violencia física en España a principios de los años veinte adoptó formas particularmente arcaicas, que pueden encontrarse en la mayoría de los países latinoamericanos.Pero como arcaísmo y novedad siempre se confunden estrechamente, también podemos mostrar cómo esta respuesta, en gran medida arcaica, también formaba parte de un movimiento general en los países industrializados, un movimiento reaccionario (en el sentido propio de la palabra reaccionario), pero un movimiento que era absolutamente nuevo y que constituía la respuesta real de las sociedades de la época a la expansión de los movimientos obreros libertarios, tanto en Europa como en América. Fue una respuesta violenta y reaccionaria que adoptó las diversas formas del fascismo en Italia, Alemania, España y la mayor parte de América Latina, con excepción de las naciones con instituciones democráticas fuertes y de larga data, como Francia, Inglaterra y América del Norte. Y siempre que consideremos que el salvajismo de la erradicación de la IWW en 1917 fue una forma particular de democracia.

Este es un punto importante a tener en cuenta.En el moderado interés que los historiadores prestan a los movimientos obreros libertarios, se insiste mucho en la forma en que el comunismo se desprendía naturalmente del anarcosindicalismo y del sindicalismo revolucionario, y ello a través de una concepción progresista o providencialista de la historia, – Una historia que conduciría necesariamente al socialismo a través de etapas transitorias y necesarias, de las cuales el anarcosindicalismo y el sindicalismo revolucionario habrían sido breves momentos rápidamente superados por el determinismo y el sentido de la historia, con sus basuras y sus diversas supervivencias.

El hundimiento del comunismo, la desaparición de las clases trabajadoras que le correspondían, y la victoria temporalmente estrepitosa del capitalismo en su forma más liberal, permiten ahora apreciar mejor lo que ocurrió entre las guerras. En esta reevaluación, y desde el punto de vista de la emancipación de los trabajadores, el comunismo aparece en gran medida, al menos en el momento de su nacimiento y hasta la Segunda Guerra Mundial, como una especie de epifenómeno que sancionó y enmascaró la derrota de los trabajadores a manos de las fuerzas reaccionarias y, en particular, de las diversas formas de fascismo y regímenes autoritarios.

El comunismo nació de las ruinas y el fracaso de la mayoría de los movimientos obreros libertarios y revolucionarios de España, Italia, Alemania y la mayor parte de América Latina. Hasta la Segunda Guerra Mundial, el comunismo fue ante todo un sueño y un aparato clandestino basado en el mito, los medios y la lógica de funcionamiento del socialismo de Estado de la URSS, antes de resurgir tras la Segunda Guerra Mundial, pero en un contexto y de una forma completamente diferentes, como fuerza orientadora de una clase obrera muy distinta, una clase obrera integrada en gran medida en el orden capitalista y que había perdido la mayor parte de su potencial revolucionario y emancipador. Paradójicamente, podría decirse, y sin duda volveremos sobre ello en el debate, que el comunismo nunca ha estado vinculado a movimientos obreros revolucionarios, salvo para combatirlos, como en España en 1936 o en Hungría veinte años después.

Sé que mi tesis no es muy común, dada la inmensa cortina de humo de representaciones e ilusiones que han acompañado al marxismo. Pero la expongo deliberadamente de forma abrupta, para permitir la discusión entre nosotros. Esta tesis puede formularse en tres puntos, que me servirán de conclusión para la sesión de hoy:

1 – Primer punto. Históricamente, el potencial revolucionario de la clase obrera siempre se ha identificado con los movimientos obreros libertarios.

2 – Segundo punto. Estas potencialidades revolucionarias han sido lo suficientemente importantes y plausibles como para ser destrozadas por contra-movimientos o movimientos reaccionarios tan fuertes y terroríficos como las diversas formas de fascismo y los movimientos populistas autoritarios.

3 – Tercer y último punto. El comunismo no fue más que un síntoma de la derrota de los movimientos obreros durante el período de entreguerras, antes de convertirse, más tarde y en un contexto diferente, a la vez en la expresión y el garante de una clase obrera integrada y sumisa al orden capitalista, y en la justificación mítica, principalmente en el terreno electoral, de una amenaza revolucionaria que había muerto al mismo tiempo que el anarquismo obrero que constituía su expresión.

Podemos discutir todo esto más adelante. En apoyo de los puntos 1 y 2, es decir, la identificación de los movimientos obreros revolucionarios con el anarquismo, pero también el enfrentamiento entre el anarquismo obrero y la respuesta fascista, enfrentamiento en el que los movimientos obreros revolucionarios debían hundirse;Me gustaría indicaros dos vías de investigación o dos pistas, muy limitadas pero de gran interés en el campo de la filosofía política.

La primera se refiere al punto 1, a saber, el carácter libertario de los movimientos obreros revolucionarios. Les remito en primer lugar al redescubrimiento de los textos de Walter Benjamin, ensayista y teórico alemán del periodo de entreguerras que se suicidó en 1940. Walter Benjamin formaba parte de un vasto movimiento intelectual del periodo de entreguerras, sobre todo en Alemania, y principalmente entre los intelectuales de origen judío, una corriente intelectual que podría calificarse de «marxista», de marxistas disidentes y atípicos, pero innegablemente marcada por el prestigio intelectual del marxismo de la época, y aunque fuera a la sombra impresionante y engañosa de un régimen ruso percibido erróneamente como la realización imperfecta pero efectiva de la emancipación proletaria.En retrospectiva y más allá de su manto marxista, estas corrientes intelectuales, de la Escuela de Francfort a Benjamin, pasando por Marcuse, Reich, Scholem y muchos otros, son sin duda la manifestación un poco desfasada, en el terreno de las ideas, de una potencia proletaria y revolucionaria de carácter libertario que estaba entonces a punto de desaparecer y cuyo potencial expresaban estos diversos intelectuales, en el terreno de la teoría. Sobre este punto, les recomiendo la lectura de un libro muy bueno escrito por Michael Löwy, sociólogo y miembro de la Liga Comunista, de quien no se puede sospechar una simpatía excesiva por el anarquismo. El libro se titula Redención y utopía, judaísmo libertario en Europa Central. Fue publicado por PUF en 1988.

La segunda línea de investigación está relacionada con el punto 2, a saber, el trágico enfrentamiento entre el anarquismo obrero y las diversas formas de fascismo y los regímenes populistas y autoritarios. Aquí les remito a las teorías filosóficas y jurídicas de Carl Schmitt (1888-1985), un teórico alemán de extrema derecha. Las teorías de Carl Schmitt son en gran medida una inversión del anarquismo obrero de principios de los años veinte. Y es en este sentido en el que Carl Schmitt es sin duda el mejor teórico de las diversas formas de fascismo.Uno de los textos más importantes de Carl Schmitt, publicado en 1921 en pleno auge del movimiento obrero libertario, lleva un título significativo: Dictadura: de los inicios de la idea moderna de soberanía a la lucha de clases proletaria. Una discusión aparentemente antigua, pues. Pero sin duda no es del todo irrelevante observar cómo Carl Schmitt, teórico alemán de extrema derecha que militó en el nazismo, es actualmente una de las principales referencias teóricas para los juristas y las filosofías políticas dominantes, ya sean de derecha o de izquierda. Recomiendo la lectura del libro de David Cumin sobre Carl Schmitt, publicado por Cerf en 2005, titulado Carl Schmitt, biographie politique et intellectuelle. Del propio Carl Schmitt, se puede leer Théologie politique, publicado por Gallimard en 1988, que reúne dos textos de Schmitt, uno de 1922 y otro de 1970.

Podemos pasar ahora a la tercera secuencia de violencia específica de los movimientos obreros libertarios. Ya la hemos abordado en parte a través de los dos ejemplos contrastados de España y Francia.Esta vez, ya no se trata de la violencia original de estos movimientos, ni de la violencia a la que se enfrentaron y que iba a aplastarlos al final, sino de la forma en que las diferentes experiencias del anarquismo obrero respondieron a esta violencia del Estado y de las clases privilegiadas, en una tercera fase entonces, pero una tercera fase en gran medida teórica que, en realidad, se mezcló inmediatamente con las otras dos, contribuyendo a la formación de un único complejo de violencia específico de las diferentes experiencias del anarquismo obrero.

Vimos la última vez cómo su violencia primaria formaba parte de un espectro muy amplio, con, por un lado, la revuelta inmediata y localizada en un taller, en un banco de trabajo, una revuelta que a veces era casi imperceptible, sin mayores efectos físicos la mayoría de las veces, una silla a veces movida, una herramienta cayendo al suelo, y por otro lado, en el otro polo, la insurrección armada de toda una ciudad, con sus barricadas y sus miles de muertos. Por un lado, está la revuelta minúscula, relativamente pacífica, constantemente repetida y supuestamente capaz, por acumulación y subversión multiforme, de provocar una transformación radical de la sociedad; por otro lado, está la acción de todos, breve y violenta, en confrontación directa con el Estado. A estos dos polos de la violencia original del anarquismo obrero corresponden también dos respuestas igualmente contrastadas a la reacción del Estado y de la patronal, dos respuestas francamente contradictorias, ya que el anarquismo obrero fue capaz de reivindicar a la vez la violencia más extrema, que podía llegar hasta el levantamiento armado, la colocación de bombas o los asesinatos, pero también, por otra parte y al mismo tiempo, si no en el mismo lugar, una no-violencia igualmente absoluta. Este término de no violencia, que llegó más tarde en su formulación, no debe llevar a confusión. Como hemos empezado a ver, esta no-violencia libertaria es también muy particular en el sentido de que implica la mayoría de las veces una gran violencia simbólica, pero también formas específicas de violencia física: a la manera del judo, por ejemplo, utilizando, ridiculizando o inmovilizando la violencia de los demás, haciéndola inoperante o sin sentido, mediante el número, manifestaciones pacíficas de masas, por ejemplo. Pero también, y de forma significativamente diferente, por inercia esta vez, una violencia de resistencia pasiva que, obviamente, no es en absoluto incompatible con la multitud de revueltas e insolencias cotidianas, con la desobediencia, la deserción, la negativa a cumplir, a desplazarse y, por supuesto, con las huelgas que, en cierto modo, son el ejemplo mismo de la acción no violenta, parar de trabajar, cruzarse de brazos y mirar a los ojos a los jefes.

Estas dos formas extremas del anarquismo obrero -la violencia física y la no violencia, llevadas igualmente a sus consecuencias más extremas- pueden no tener la misma importancia, pero sin embargo atraviesan y comparten todas las experiencias obreras libertarias. En primer lugar, geográficamente, con, por un lado, los movimientos obreros del sur, a grandes rasgos el mundo latino y católico, en Europa y Sudamérica, donde la violencia física juega un papel principal, explícitamente asumido y reivindicado como constitutivo del proyecto anarquista. Y, por otro lado, los movimientos obreros del norte, a grandes rasgos del mundo anglosajón o protestante, en Holanda y los países escandinavos por ejemplo, movimientos mucho más pacíficos en sus formas de acción.Esta división es evidentemente desigual, siendo los movimientos libertarios del sur mucho más numerosos y, sobre todo, mucho más poderosos, y los del norte más débiles frente al reformismo de la poderosa socialdemocracia, y por lo tanto atrayendo menos medidas represivas y, sobre todo, no teniendo que enfrentarse a las cuestiones evidentemente mucho más dramáticas de la hegemonía social y, por lo tanto, de la cuestión del poder.

Pero el ejemplo de la IWW, movimiento obrero del Norte y del mundo anglosajón que hemos discutido en la primera sesión, muestra claramente tanto el potencial emancipador de las llamadas acciones y tácticas no violentas, como sus limitaciones. Porque practicaban un sindicalismo itinerante, a la escala de las grandes zonas americanas, la IWW actuaba siempre puntualmente y por sorpresa en tal o cual sector industrial o agrícola, organizando huelgas y movimientos de protesta capaces de sorprender y desarmar al adversario, pero sin apoyarse en sí mismos. Pero sin apoyarse, como en Francia o en España por ejemplo, en una tupida red de organizaciones y de prácticas establecidas localmente y desde hace mucho tiempo, en el marco de una relación de fuerzas suficientemente favorable para permitir esta permanencia y esta visibilidad, pero también suficientemente duradera para dar tiempo a los adversarios del movimiento obrero a organizarse, a prepararse para los enfrentamientos y eventualmente a anticiparlos.

Las condiciones geográficas de los diferentes experimentos de anarquismo obrero son importantes. El tamaño y las vastas llanuras de EEUU explican el carácter nómada e itinerante de la IWW, del mismo modo que explican, en Ucrania pero esta vez en el terreno de la guerra y la violencia más extrema, la dimensión nómada del ejército makhnovista. Estas dimensiones del espacio americano, desconocidas en Europa, explican también por qué movimientos como la IWW, pero también el movimiento obrero brasileño por ejemplo, pudieron desarrollar por sí mismos la mayor parte de las tácticas y concepciones del anarquismo obrero, la acción directa en particular, pero dejando de lado la idea, tan importante en Europa, de la huelga general o de la gran noche. Es una idea explosiva, pero que puede pensarse concretamente en el estrecho marco geográfico de las naciones europeas, donde las explosiones tienen efecto, pero de escasa significación en la inmensa escala de los EE.UU., o, por supuesto, de manera diferente, de los centros obreros brasileños de Sao Paulo y Río de Janeiro, centros de desarrollo libertario ciertamente permanentes pero abiertos a la inmensidad de los campos y bosques de ese país. Cada región del mundo responde así a una forma y a un porvenir propios a cada una de las experiencias del anarquismo obrero, incluso en el campo de la violencia y de la no violencia, o más precisamente en el campo de las diferentes formas posibles de violencia y de sus efectos emancipadores o no emancipadores, según las situaciones y los contextos geográficos, religiosos, económicos, etc.

Dada la geografía y la desproporcionada relación de fuerzas, las tácticas relativamente no violentas de la IWW eran sin duda las únicas posibles, y no sin éxito. Quisiera señalar que la IWW consiguió, antes de 1914, organizar sindicatos en el Sur profundo de Estados Unidos, menos de treinta años después de la Guerra de Secesión y cincuenta años antes del fin de la segregación racial, sindicatos formados por negros y blancos y donde los negros eran evidentemente muy numerosos.

Es fácil imaginar el genio y el saber hacer de los militantes de la IWW, cuyas acciones prefiguraron los movimientos antirracistas posteriores, pero en el plano social y económico, al duplicar el odio racial con el odio de clase, y al mismo tiempo encontrar la manera de romper la barrera del color de la piel, logrando reunir a trabajadores blancos y negros en un mismo movimiento de emancipación. El hecho de que el movimiento de la IWW durara varios años y se convirtiera en una fuerza cada vez más preocupante a los ojos de las autoridades es, por tanto, bastante sorprendente, y puede atribuirse a formas de acción que probablemente no tenían más remedio que ser muy eficaces. Obviamente no iba a durar y prefiero no contar cómo acabaron las cosas. Cuando se declaró la guerra en Estados Unidos en 1917, guerra a la que se oponía la IWW, el Estado se puso francamente del lado de las numerosas fuerzas del Sur y del Norte que se habían propuesto aplastar este movimiento obrero atípico, que de repente se beneficiaba del fervor o la locura patriótica. En el espacio de unos meses, las fuerzas combinadas del Estado federal, las agencias de seguridad tipo Pinkerton, las milicias patronales y las organizaciones racistas del Sur aniquilaron el movimiento de la IWW, a costa de varios centenares de víctimas y de asesinatos más o menos atroces. Hay huellas de este recuerdo traumático en el cine estadounidense, con Clint Eastwood por ejemplo y otra película protagonizada por Isabelle Huppert cuyas referencias he olvidado. Pero el movimiento de la IWW, espectacular y en gran medida no violento, no tuvo, por desgracia, héroes solitarios capaces de impedir su masacre.

Además de esta división geográfica de la violencia y la no violencia anarquistas, entre el Sur y el Norte, los países latinos y los países anglosajones, los países de tradición católica y los países de tradición protestante, existen infinidad de otras divisiones mucho más restringidas y fluctuantes, en función de la igualmente infinita multitud de situaciones y equilibrios de poder. Las prácticas violentas y no violentas coexisten a veces en los mismos grupos, a veces en el mismo individuo, según el momento y la situación, y en forma de una tensión continua entre estos dos polos extremos, como lo demuestra el ejemplo de Kurt Wilckens, un estibador de Buenos Aires. En 1923, tras una larga huelga de trabajadores agrícolas en el sur de Argentina, en la Patagonia, que había sido ferozmente reprimida y había dejado centenares de muertos, Wilckens asesinó a Varela, el oficial que había dirigido la represión. Wilckens era no violento y un pacifista convencido, vegetariano opuesto a la matanza de animales para la alimentación. Antes de matar a Varela con una bomba casera y un revólver, Wilckens se había retirado a la reclusión durante varios meses, sin duda para no comprometer a sus camaradas, pero también para encontrar fuerzas para llevar a cabo un acto tan contrario a sus prácticas y convicciones habituales, pero que le parecía imperativo y necesario, tan absolutamente necesario como respetar la vida, toda la vida.

Este es un ejemplo significativo, y volveremos en particular sobre esta retirada o, en términos religiosos-Para Varela, por supuesto, pero también para Wilckens, que fue detenido, torturado y sumariamente asesinado a tiros en su celda. Por el momento me gustaría hacer hincapié en dos puntos:

El primero se refiere a la aparente incoherencia que generalmente se reprocha al anarquismo, su confusión, sus divisiones, su imprevisibilidad y su desafortunada tendencia a pasar de un extremo a otro, a veces en el mismo instante. Esta incoherencia, con sus consecuencias trágicas pero relativamente circunscritas en el caso de Wilckens y el asesinato de Varela, puede adquirir una dimensión mucho más amplia, a escala de un proyecto revolucionario que pretende transformar el orden existente y, para ser más precisos, en lo que se refiere a las exigencias tácticas y estratégicas de tal proyecto. Los adversarios del anarquismo obrero se apresuran a señalar la imprevisibilidad de los libertarios.

Puedo dar dos ejemplos con consecuencias desastrosas en muchos aspectos. En España, en 1934, cuando el sindicato socialista UGT, hegemónico entre los mineros de Asturias, decidió, en el contexto de la época, pero también por razones políticas que dejaré de lado, lanzar un levantamiento armado contra todas sus prácticas habituales. La UGT, consciente de sus debilidades, se puso en contacto con su poderosa rival anarcosindicalista, la CNT, acostumbrada desde hacía tiempo a este tipo de insurrecciones, pero que, reunida en un pleno nacional, una especie de asamblea general de delegados de todas las regiones de España, decidió no participar en el levantamiento circunstancial de la UGT. Una decisión inverosímil desde el punto de vista táctico y estratégico, como por supuesto podemos ver casi un siglo después: algunos de los trabajadores tomando las armas; los otros quedándose en casa. Pero el aparente absurdo de esta decisión se vio inmediatamente agravado por absurdos aún mayores. A nivel nacional, la CNT se negó a participar en el levantamiento, un levantamiento armado que provocaría miles de muertos, pero la CNT de Asturias y del País Vasco, la misma CNT pero al mismo tiempo diferente, decidió participar, en su propia región, pero al mismo tiempo ciertos sindicatos de la CNT del País Vasco y de Asturias, en tal o cual localidad, decidieron no moverse, no necesariamente para seguir las decisiones de la CNT nacional, sino fundamentalmente por razones locales que les parecían, con razón o sin ella, lo suficientemente importantes como para tomar una decisión tan seria.

El segundo ejemplo de la aparente incoherencia de los movimientos obreros libertarios es aún más trágico. También es española, ambientada en 1936, en la época de la sublevación franquista, y pone de relieve una vez más la tensión entre prácticas violentas y no violentas. En Barcelona y Cataluña, la CNT llevaba mucho tiempo preparándose para este enfrentamiento, como hemos visto, mediante la creación de grupos armados conocidos como «grupos confederales de defensa». La poderosa CNT de Zaragoza, la capital de Aragón, se negó a hacerlo, confiando en las virtudes mucho más pacíficas de la huelga general y en la parálisis económica que desencadenó en cuanto se produjeron los primeros levantamientos en los cuarteles, pero que acabó en tragedia ante la violencia de las fuerzas de derecha. La huelga general fue rota y los historiadores estiman que cinco o seis mil militantes y miembros de la CNT de Zaragoza fueron sistemáticamente asesinados en los días posteriores al golpe militar.

Esta aparente imprevisibilidad e incoherencia de las prácticas libertarias, no nos atrevemos a calificarlas de anárquicas, porque sentimos, o al menos me gustaría hacerles sentir, que responden a una lógica y una coherencia propias, lo suficientemente particulares como para parecernos absurdas a nosotros que, las más de las veces, pero menos de las que pensamos, funcionamos dentro de una lógica de la acción y de la representación bien distinta. Como señalan Deleuze y Guattari en Mille Plateaux, libro al que volveremos varias veces, esta diferencia se refiere ante todo a la relación entre el espacio y el tiempo. El mundo en el que vivimos está dominado por el tiempo, los calendarios, los objetivos que hay que alcanzar, los medios que hay que poner para conseguirlos, los planes de carrera, los planes de inversión, los préstamos a treinta años para comprar una casa cuando sabemos que la esperanza media de vida de una pareja apenas supera los diez años, etc. El mundo en el que vivimos está dominado por la gestión y el dominio del tiempo, mientras que las prácticas libertarias y el proyecto libertario están ante todo ligados al espacio, a la geografía como dicen Deleuze y Gattari, es decir, para ser más precisos, a las situaciones, a la disposición de las fuerzas en un momento y en un lugar determinados.

En su relación con el tiempo, y un poco a la manera de los niños, pero también de las clases trabajadoras, antes de que confiaran a los bancos la gestión de su dinero, el anarquismo obrero privilegia el presente, viviendo siempre en el presente. No es que el pasado o el futuro no estén presentes, si me atrevo a decirlo, en el modo de vida de los grupos e individuos que lo componen, en su modo de actuar y de representarse en el mundo, al contrario, como hemos visto en relación con el modelo insurreccional o las revueltas campesinas o incluso en relación con la espera de la revolución y la gran noche. Pero este pasado y este futuro están enteramente presentes, no existen más que en el presente, en una expectativa y una memoria que están enteramente concentradas en el momento presente y en un lugar preciso, hic et nunc como dicen las poderosas tradiciones filosóficas, aquí y ahora, no mañana y en otra parte. De ahí la importancia del concepto de «situación». La situación, como indica su origen etimológico, tiene que ver ante todo con el espacio, precisamente el sitio, lo local, pero también con el tiempo. Cuando decimos «la situación es grave», en el sentido de «la hora es grave», «no hay un momento que perder». El concepto de situación es precisamente el doble teórico de la expresión latina hic et nunc, aquí y ahora.

[Me gustaría hacer aquí un comentario. Puesto que a veces ataco al marxismo, me gustaría señalar aquí cómo, entre otras muchas cosas valiosas, el marxismo proporciona algunos análisis muy interesantes de lo que acabamos de ver sobre la situación. Estos análisis son muy políticos. Y deben mucho a Maquiavelo y Clauzwitz. Tratan de conceptos como «coyuntura» o, lo que es más interesante, «momento presente», que sólo pueden ser percibidos por el ojo penetrante del genio político o del general en el campo de batalla, el águila de Napoleón en Auzterlitz, por ejemplo, o César cruzando el Rubicón.

Huelga decir que la noción anarquista de situación es muy diferente de la coyuntura del leninismo y de Lenin, el brillante político y general. Pero en su forma de «momento presente», de momento clave, de punto nodal, esta afirmación de que un momento, un lugar o un ser concentra en sí la totalidad de la potencia de lo que es, la nariz de Cleopatra por ejemplo, el marxismo saca a la luz algo muy importante para el anarquismo. Salvo, claro está, que para el anarquismo todo momento, todo lugar y todo ser, sin excepción, es portador de esta capacidad de concentrar o cristalizar la totalidad de lo que es. lo que lo cambia todo, por supuesto.Sobre estas nociones marxistas de coyuntura, momento presente y punto nodal, se puede consultar a un autor marxista muy olvidado y muy criticable, pero también muy instructivo. Nicos Poulantzas, en particular su libro Pouvoir politique et classes sociales, Maspero, 1968.

Podemos volver a la noción de situación. Esta noción no se contenta con vincular el espacio y el tiempo, o más exactamente vincular el tiempo al espacio, a un lugar, aquí. La noción de situación implica también necesariamente una dimensión vivida y subjetiva. Toda situación es una situación vivida, pero no por todos, no de la misma manera y no con la misma intensidad. Cuando alguien te dice «la situación es grave», puedes responder «¿qué es grave? ¿Qué situación? » o «basta, no es tan grave, has perdido el trabajo, tu marido te ha dejado pero sigues gozando de buena salud, mientras haya vida hay esperanza», etc. Desde un punto de vista libertario, una situación tiene la doble característica de ser siempre subjetiva y, sin embargo, de implicar en esta subjetividad la totalidad de lo que es para la persona que la vive. Es lo que dice tan bien el «tout de suite» del hic et nunc, al convocarlo todo, inmediatamente, aquí.Pero también se encuentra en un gran número de otras expresiones comunes, como «falta una sola persona y la tierra está despoblada», etc. Desde un punto de vista anarquista, toda situación es una situación vivida que atrae hacia sí la totalidad de lo que está en el doble registro del tiempo y del espacio, a la manera de Lamartine en el lago de Bourget, gritando – «el tiempo suspende su vuelo»- cuando el momento y, por tanto, la situación presente, por su intensidad y a la manera de los poetas, concentra en sí todo el pasado y todo el futuro, por supuesto, pero también la totalidad de lo que es, el agua del lago, Francia, Europa, el mundo y el universo entero en este preciso momento y en este preciso lugar, en una tarde de verano de 1817.

No es el momento de considerar este punto. Pero los lectores de San Agustín no habrán dejado de notar cómo, en el terreno del tiempo, la aparente incoherencia de las prácticas y de la política del anarquismo obrero tiene mucho que ver con las reflexiones filosóficas de este Padre de las Iglesias cristianas, pero también con una poderosa corriente filosófica, de los epicúreos a Bergson. Sobre San Agustín, un San Agustín que, en lugar de encomendarse a Dios por el paso del tiempo, decidió detener el tiempo, les remito al primer volumen de Temps et Récits de Paul Ricoeur (Seuil) [1].Le recuerdo también que varios testigos declararon haber visto a alborotadores disparando a los relojes en varias partes de París durante los días de julio de 1830. Para el pensamiento contemporáneo, os remito a las ideas hedonistas de Michel Onfray o, en un plano más sociológico, al ya viejo libro de Michel Maffesoli, pero con mucho el mejor de todos, La conquête du présent, publicado por PUF. No tenemos tiempo de entrar aquí en detalles.

Esta vida en el presente del anarquismo obrero, esta percepción de cada momento vivido como único, por inventar y crear, podemos ver su coherencia en el campo del arte por ejemplo, en el campo de un cierto número de corrientes de la filosofía pero también y esto es quizás lo más importante en el campo de la vida cotidiana, donde hay que determinarse constantemente en el presente, levantarse por la mañana, cuidar de los niños, prepararse para ir a trabajar, pensar en la cita de la tarde, etc. Pero, ¿cómo puede tener sentido esta vida en el presente en el ámbito político, en el ámbito de la filosofía política?

Contrariamente a lo que podría pensarse, las prácticas y representaciones políticas del anarquismo obrero no son completamente impotentes en el campo del pensamiento político, donde aparecen como las más ilógicas e irrazonables, como vimos en España en 1934 y 1936. Tienen un principio político muy claro, cuyas consecuencias devastadoras no son inmediatamente evidentes desde el punto de vista de esa razón tan particular que constituye la razón política. Este principio político anarquista podría formularse de la siguiente manera: «el fin está enteramente contenido en los medios».

En este principio – «el fin está enteramente contenido en los medios»- podemos quizás reconocer lo que a veces se atribuye al anarquismo, su preocupación por introducir una forma de moralidad en la política. Decir que el fin está contenido en los medios es rechazar otro principio político atribuido con demasiada facilidad a Maquiavelo, que afirma que el fin justifica los medios, que no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos, o que la revolución no es una cena de gala, como decía el Presidente Mao.Al menos, más allá de su dimensión moral, podemos reconocer que la fórmula anarquista del fin contenido en los medios tiene un impacto crítico nada desdeñable sobre la política, al mostrar cómo, al justificar los medios por el fin, aceptamos una especie de vaso comunicante entre el bien y el mal, de dos maneras: por un lado, admitiendo que cuanto más elevado es el fin, más abominables pueden ser los medios, ya que están justificados por este fin, de ahí la Inquisición, por ejemplo, o las purgas estalinistas ; admitiendo, por otra parte, que esta abominación de los medios es tanto más tolerable cuanto más elevado es el fin, puesto que este fin en su extrema grandeza se vuelve inaccesible, bajo la forma del paraíso o del comunismo por ejemplo, justificando así indefinidamente medios que son lo contrario de este fin y que derivan sus horrores y su eternidad muy real de una justificación que está siempre por venir, al final de los tiempos.

Pero, a su manera siempre excesiva, el anarquismo no se contenta con decir que el fin está contenido en los medios, autorizando así una política moderada, con fines no demasiado elevados para que los medios no sean demasiado abominables, y objetivos no demasiado lejanos para que siempre puedan relacionarse con los medios utilizados para alcanzarlos, a la manera de un cálculo económico o utilitarista: ¿cuánto me va a costar? ¿Qué gano yo? ¿Y cuánto tiempo me llevará? El anarquismo no se contenta con un equilibrio relativo entre fines y medios. No se contenta con decir que el fin está contenido en los medios, más o menos, según el grado de moralidad o de interés bien entendido. El anarquismo dice otra cosa. Dice que el fin está totalmente contenido en los medios. Y esto lo cambia todo.

Al decir que el fin está enteramente contenido en los medios, el anarquismo obrero ya no se contenta con moralizar o humanizar la política, sino que la hace estallar y, con ella, el propio orden existente, del que la política no es más que la expresión más visible: pensar antes de actuar, calcular y medir los riesgos, las ganancias y las pérdidas, etcétera. Decir que el fin está enteramente contenido en los medios es sencillamente afirmar que ya no hay medios, que sólo hay fines, que todo es fin, no mañana, pasado mañana o al final de los tiempos, sino ahora mismo, en la situación presente, en el momento presente, porque para el anarquismo sólo existe el momento presente, un momento presente que es siempre singular y que lleva y repite en sí la totalidad del pasado y la totalidad del futuro, la totalidad de lo que es.

No tengo tiempo para ilustrar con hechos, y sobre todo con textos, el carácter intempestivo y desconcertante de la relación entre anarquismo obrero y acción política.Pero podemos captar inmediatamente su significación filosófica en la forma en que Gilbert Hottois, filósofo de la ciencia y de la técnica, comenta la obra de Gilbert Simondon, de la que ya hemos hablado (G. Hottois, Simondon et la philosophie de la «culture technique», De Boeck Université, 1993, las citas que les daré están tomadas del capítulo VI, pp 109 y ss). En su angustia y su desconcierto, este comentario podría aplicarse igualmente al anarquismo, con el que Hottois relaciona directamente el pensamiento de Simondon.

Esto es lo que dice Gilbert Hottois en un estilo un poco complicado pero muy bello y muy perspicaz. Lo comentaré sobre la marcha. Pero antes de hacerlo, y paradójicamente para ayudarnos a entender lo que dice Hottois, me gustaría recordarles la definición de anarquía de Deleuze y Guattari, una definición aún más enigmática, pero que no debe desanimaros, que algunos de vosotros ya apuntasteis el año pasado pero que podéis releer, por separado, como exergo o como resumen de todo el curso de este año. Deleuze y Guattari definieron la anarquía así: «la anarquía, esa extraña unidad que sólo puede decirse de lo múltiple» (Mille Plateaux, p. 196). Quizá quieras anotar o recordar esta definición.Arroja luz sobre todo lo que hemos visto y veremos en el curso y, de momento, sobre lo que dice Gilbert Hottois de Simondon, ensimismado y desesperado.

Para citarlo: «en el fondo de la escena simondoniana», dice Hottois, y conviene señalar esta idea tan juiciosa de «fondo», «en el fondo de la escena simondoniana», pues, encontramos dos cosas contradictorias.

1 – En primer lugar, citando a Hottois,

«un pensamiento de la desunión, de la escisión […] del tiempo y del ser».

Hay un

universo «destrozado, maravilloso y terrible, sin principio y sin fe, o con infinitos principios y fes».

Encontramos un mundo

«fragmentado en mónadas e instantes».

Encontramos una

«anarquía absoluta de singularidades y rupturas, que el pensamiento […] ya no puede vincular seriamente, salvo […] analógicamente en todos los sentidos o según cualquier sentido» [2].

Esta primera caracterización del pensamiento de Simondon no requiere un comentario extenso.Bajo su aspecto catastrófico y desolador -pues Hottois pretende ante todo mostrar los gravísimos peligros a los que corre el riesgo de conducir el pensamiento de Simondon- encontramos en él, en pocas palabras, un gran número de los principales conceptos del pensamiento libertario: anarquía, por supuesto, pero también mónada, instante, singularidad, infinidad de principios, ruptura, analogía, pluralidad y aleatoriedad del sentido, etc. Encontramos también aquí, en el terreno de la experiencia histórica esta vez, los ejemplos citados anteriormente, pero también la forma en que los diversos movimientos obreros de carácter libertario viven cada acontecimiento como una situación única, con absoluta indiferencia por lo demás o por el antes y el después, una situación única en la que todo se juega en el momento presente, aunque ese momento se limite a «un segundo», como declaraba Neno Vasco, dirigente del movimiento obrero brasileño de Sao Paulo, en un artículo de 1913 [3]. Como habrán deducido, ésta es la segunda parte de la definición de anarquía de Deleuze y Guattari. Encontramos lo múltiple.

2 – Pero en el trasfondo del pensamiento simondoniano y de su astillamiento espantoso, de su ausencia de principio y de fe, de su anarquía infinita y aterradora, Guy Hottois saca a la luz otro peligro, un peligro opuesto pero igual de formidable que el astillamiento infinito o la desunión de los seres y de los momentos. En Simondon encontramos, y cito a Hottois, «una filosofía […] de la superunidad radiante y efusiva». A la fragmentación y dispersión absolutas de lo que es responde así una concentración y una unidad igualmente absolutas, un «pensamiento del centro radiante», como dice Guy Hottois, una «supersaturada superunidad del ser originario».

No es por descuido ni por exageración que Hottois retoma un modelo que podría aplicarse igual o mucho mejor a la cosmología, al nacimiento del universo, al big bang, a esta concentración de todo lo que es en un solo punto sobresaturado de la energía de todo el universo y que estalla en una multitud infinita de estrellas, planetas, galaxias, estrellas enanas y agujeros negros, antes quizás de replegarse sobre sí mismo y redistribuirse de otras maneras, como la retirada en la que el pacifista Wilckens encontró la fuerza para transformarse en justiciero, para resurgir de su caja en forma de demonio o de justiciero, y matar al torturador Varela. Lo que Hottois critica a Simondon es precisamente que inscribe el devenir humano, la historia humana, en un proceso que incluye todo lo que es, y del que la humanidad no es más que una ínfima parte: una parte de la vida biológica, pero también de la vida mineral y, en última instancia, de la vida de todo el universo. Permitidme citar de nuevo a Hottois. Lo que critica a Simondon, pero en términos que son excelentes desde el punto de vista de Simondon, es pensar la aventura humana bajo la forma de, y cito, un simple «rayo de ser», un destello fugaz de lo que es, un rayo minúsculo se podría decir, si no llevara en sí mismo la totalidad de lo que lo produce. Para Simondon, la aventura humana sería pues un simple «rayo de ser», constantemente invitado, añade Hottois, «a volver a la supersaturada superunidad del ser original», dentro de un movimiento de eterno retorno en el que la realización antropológica de la humanidad no tendría, citando de nuevo a Hottois, «otro porvenir que volver al ser como a un centro que irradia y al que se llega extinguiéndose» [4]. Hay algo que decir sobre este excelente comentario de Gilbert Hottois. Podemos comprender su angustia ante el análisis de Simondon, un análisis en el que Hottois no se atreve a creer, y del que trata de exculpar a Simondon, hablando del trasfondo de la escena simondoniana.Pero no hace falta ser un gran filósofo para darse cuenta de que, evidentemente, Simondon tiene razón. Gracias a los progresos de la física y la cosmología, hoy sabemos que la humanidad no es más que un rayo del ser, un instante y un punto minúsculos en la historia del universo, un instante y un punto que de hecho, como dice Hottois, «volverá al ser», como cada una de nuestras vidas, volverá «a un centro que irradia y que alcanzamos al desvanecernos».

En lo que aquí nos concierne, las observaciones de Gilbert Hottois arrojan luz sobre muchos de los puntos que ya hemos examinado. En particular, volvemos a lo que decíamos sobre el todo y la nada, sobre el hecho de que la nada del anarquismo está ligada al todo, a demasiadas cosas, a una infinidad de cosas que impide que aparezca nada, donde la nada se identifica con la totalidad del caos.En efecto, podemos subrayar la contradicción, no incoherente pero sí muy fructífera, de lo que dice Hottois, puesto que reprocha a Simondon, al mismo tiempo, porque es efectivamente la misma cosa, que disuelva y disperse lo que hay en, y le cito, «la anarquía absoluta» de un «universo estallado» y, al mismo tiempo, puesto que es la misma cosa, que lo concentre en una «superunidad», y, al mismo tiempo, puesto que es la misma cosa, critica a Simondon por concentrarla, y cito de nuevo, en una «superunidad» necesariamente sobresaturada en relación con la anarquía y la infinitud de los fragmentos de esta superunidad. Encontramos también, en parte, la definición de Deleuze y Guattari de la anarquía, esa extraña unidad que sólo puede decirse de lo múltiple. No puedo embarcarme en una presentación detallada de todo lo que en Simondon justifica la angustia de Guy Hottois. Pero sólo puedo señalar una de las tesis principales. En Simondon, como en el anarquismo, todo está fragmentado y desunido, «dispars» como lo llama Simondon, pero paradójicamente, esta fragmentación y esta desunión, que hacen la vida tan caótica, se deben al hecho de que cada acontecimiento y cada situación llevan en sí la totalidad de lo que es, desde cierto punto de vista, como diría la monadología, esta totalidad de la que surgieron, a la que vuelven y que tiende constantemente a producir otros acontecimientos, otras situaciones, a la vez similares y radicalmente diferentes.Para Simondon, podríamos decir que el modelo del universo y su big bang se aplica a todo lo que, vivo o no, emerge y muere, llevándose consigo la totalidad de lo que es. Y para Simondon, como para el anarquismo, el secreto de la vida y de la subjetividad reside precisamente en esta tensión insoportable entre el carácter finito y circunscrito de tal o cual acontecimiento, tal o cual situación, tal o cual ser -ahora mismo estamos en esta habitación- y la dimensión infinita de lo que este momento concentra y cristaliza, aquí y ahora: nuestra vida, el futuro del planeta y del universo, el sentido de la vida, etc. De ahí que cualquier acontecimiento o situación tienda constantemente a estallar literalmente bajo el efecto de esta tensión, a transformarse inmediata y constantemente en otra cosa, en otros acontecimientos, en otras situaciones.Un poco como alguien que se enamora perdidamente, como decimos nosotros, que juega y cristaliza su vida en este amor, este «rayo del ser» como diría Hottois, hasta el punto de casarse por ejemplo, que piensa que la tierra se despoblará si la persona amada desaparece, pero que descubre muy pronto que la tierra no está tan despoblada como todo eso, y que se pregunta por qué un solo ser tiene que responder a la multitud infinita y contradictoria de deseos que el amor a primera vista había subyugado por un momento, pero que siguen ahí, más o menos latentes en el fondo, y que resurgen más o menos rápidamente: El deseo de ir a jugar a la trifecta los domingos por la mañana, de comer bien aunque sea a costa de engordar, de quedar con los amigos y, sobre todo, de darse cuenta de que el mundo sigue poblado por una multitud de mujeres, cada una de las cuales, a su manera, es más capaz de suscitar la superabundante fuerza del deseo que llevamos dentro. Cuando Hottois habla de la «superunidad radiante y efusiva» de Simondon, se refiere a la certeza de que cada acontecimiento, cada situación, es portadora de una multitud de posibilidades, y que cada acontecimiento y cada situación, ya sea a veces o a menudo, un segundo, un simple parpadeo, siempre vuelve a partir de todo lo que es, vuelve a partir de cero, como cantaba Edith Piaf, pero en el sentido de que este cero es sinónimo de infinito, es portador de todas las posibilidades.

Hannah Arendt, que a menudo percibe con agudeza lo que Simondon y el anarquismo afirman, en particular cuando habla de las lagunas o fallas de la historia, retoma un pasaje de los Evangelios cristianos o de la ceremonia de Navidad y le da un significado filosófico muy interesante: «Un niño nos ha nacido» dice el texto cristiano, y Arendt lo retoma mostrando la extraordinaria carga de esta frase. Un niño nos ha nacido, y nosotros es esencial. No es «un niño ha nacido», esa afirmación rotundamente objetiva que puede repetirse ad infinitum dado el número de niños que nacen en el mundo. Pero al decir «nos ha nacido un niño», todo cambia, porque el nous introduce la subjetividad de la que hablábamos la semana pasada.Nace un niño y todo vuelve a empezar para nosotros, todo vuelve a empezar de cero, o más exactamente, todo vuelve a empezar en los orígenes, en los orígenes de todo, como piensa Simondon en su teoría de la individuación, pero también como piensa el anarquismo en relación con cualquier acontecimiento emancipatorio, y como muestra claramente Gilbert Hottois, aunque sea para preocuparse. Para Hottois, el pensamiento de Simondon es, pues, un pensamiento de la unidad y de lo múltiple, un pensamiento en el que lo múltiple nace de la unidad, pero de una unidad explosiva, de una sobreunidad, de un desbordamiento de posibilidades, de una «superabundancia» de posibilidades, como decían William James y la corriente filosófica norteamericana conocida como pragmatismo, y en la que podemos detenernos un momento, para descansar de las visiones aterradoras de Simondon.

El pragmatismo es una corriente filosófica y sociológica americana que la sociología francesa ha descubierto o redescubierto en los últimos años, y que muchos investigadores americanos vinculan directamente con el pensamiento libertario. Los tres nombres más importantes de este movimiento filosófico son: William James (1842-1910); Charles Pierce (1839-1914); y John Dewey (1859-1952). Como primera aproximación a este movimiento y a sus vínculos con la filosofía europea, recomiendo un texto de Bergson titulado «Sur le pragmatisme de William James.Verdad y realidad». Se encuentra en una colección de escritos de Bergson publicada bajo el título La pensée et le mouvant. El texto de Bergson sirvió de prefacio a la publicación en francés, en 1913, de uno de los principales libros de W. James, creo que todavía disponible, titulado Le pragmatisme. En este texto, Bergson expone claramente en qué consiste esta superabundancia de lo múltiple característica del pragmatismo, una superabundancia de vida que permite comprender la «superunidad radiante y efusiva» de la que habla Hottois. Esto es lo que dice Bergson con su habitual sencillez, tan difícil de alcanzar:

«Mientras que nuestra inteligencia, con sus hábitos de economía, representa los efectos como estrictamente proporcionales a sus causas, la naturaleza, que es pródiga, pone en la causa mucho más de lo necesario para producir el efecto. Mientras que nuestro lema es Justo lo suficiente, el de la naturaleza es Más que suficiente: demasiado de esto, demasiado de aquello, demasiado de todo».

[paréntesis, un poco como el duque de no sé dónde que le dijo a Mozart que había demasiadas notas en su música; continúo con el texto de Bergson].

«La realidad, tal como la ve James, es redundante y superabundante.Entre esta realidad y la que reconstruyen los filósofos, creo que habría establecido la misma relación que entre la vida que vivimos cada día y la que los actores nos representan en el escenario por la noche. En el teatro, todo el mundo dice sólo lo que hay que decir y hace sólo lo que hay que hacer; hay escenas bien divididas; la obra tiene un principio, un nudo y un desenlace; y todo está dispuesto con la mayor parsimonia posible con vistas a un final feliz o trágico. «

[Pero la vida, o más exactamente la realidad, no es un teatro (hablo yo), la vida no es un espectáculo como nos hacen creer, el espectáculo de la familia feliz tomando el té de la mañana, el teatro de la política, etc….Permitidme citar de nuevo a Bergson:

Pero en la vida se dicen un montón de cosas inútiles, se hacen un montón de gestos superfluos, apenas hay situaciones claras; nada sucede tan sencillamente, ni tan bellamente como quisiéramos; las escenas se superponen; las cosas ni empiezan ni acaban; no hay un desenlace enteramente satisfactorio, ni un gesto absolutamente decisivo, ni palabras que lleven y en las que nos quedemos: todos los efectos se echan a perder. Así es la vida humana. Y así es, sin duda, a los ojos de James, la realidad en general» pp. 268-269.

Sólo quisiera añadir una observación a lo que dice Bergson, una observación a favor del teatro en este caso, y en la medida en que el teatro escapa a veces, cuando es bueno, al espectáculo cuyos límites y pobreza muestra Bergson. En efecto, como asume Bergson en relación con William James, podemos decir que la superabundancia anárquica de la realidad es característica de toda realidad, humana y no humana. Pero esto significa que también está presente en el teatro o en el espectáculo, como en todas las cosas, pero también de un modo particular, como actividad propia, artística entre otras. Incluso el peor teatro, el teatro didáctico por ejemplo, o el espectáculo de la política, de las ceremonias oficiales -esa forma particular de la comedia- estalla por todas partes, por debajo y más allá de lo que intenta ordenar, suavizar, controlar, ritualizar, formalizar, etc., con sus incidentes técnicos, sus locuras, sus arrebatos con sus incidentes técnicos, sus ataques de risa, su malestar físico y sobre todo el inmenso continente de pasiones más o menos contenidas tan bien descrito por Saint-Simon en sus Mémoires sur le rituel et le ballet pourtant si précis de la cour de Louis XIV. Pero además de este desbordamiento involuntario de la forma y de la puesta en escena pública, existe también el desbordamiento controlado de la expresión artística que Bergson, en su preocupación por la explicación, parece subestimar.A través de su cuidada escritura y su forma, el teatro puede también, mejor que otras cosas, expresar la superabundancia de la vida de la que habla Bergson, sus abismos y sus momentos divertidos. En cierto modo, como muchas otras cosas, el teatro, la literatura, la pintura, la música y la danza contribuyen cada uno a su manera a expresar en cierto modo el caos o la anarquía de la realidad, a expresarla con más o menos fuerza, como hizo Shakespeare, para que la realidad pueda decir todo lo posible a los espectadores, oyentes o lectores, para que surja un sentido y una realidad lo más ricos y poderosos posible.

Eso es lo que esperamos del arte, pero paradójicamente es precisamente lo que el anarquismo pretende también en el terreno social y político: liberar todas las fuerzas emancipadoras, a riesgo aceptado de la división, la escisión y la tensión insoportable de la que a veces es capaz el arte, cuando al escuchar cierta música, al ver ciertos espectáculos, te dices a ti mismo, demasiado es demasiado, es terrible, es terrorífico y maravilloso, cuando te aferras a tu asiento. Es cierto que esto no ocurre muy a menudo, pero tampoco las revoluciones.El objetivo del anarquismo obrero es liberar todas las fuerzas emancipadoras, a través de la revuelta, a través de la anarquía, pero lo mejor es combinar estas fuerzas en un nuevo arreglo, en lo que Proudhon llamó anarquía positiva, o un haz de autonomías (en plural), o lo que Bakunin llamó «una libre asociación de fuerzas libres», dando así cuerpo a esa extraña unidad de la que habla Deleuze, esa unidad que sólo puede decirse de lo múltiple y que un anónimo delegado obrero en una reunión anarquista en la década de 1880 formuló de esta manera -una fórmula que, cabe señalar, retoma muy precisamente lo que Hottois dijo de Simondon, el vínculo entre la escisión y la superunidad.

Al final de la reunión, este delegado anónimo exclamó ante el aplauso entusiasta y emocionado de sus camaradas: «estamos unidos porque estamos divididos». Lo que significa muy exactamente, pero entre otras cosas, estamos unidos porque somos diferentes, nuestra unidad es tanto mayor cuanto que somos más diferentes, no somos iguales y afirmamos esta diferencia hasta el final.]

Para concluir esta tercera secuencia sobre la relación entre violencia y anarquismo, me gustaría volver a la contradicción entre violencia y no violencia. Gracias a la fórmula, – el fin está enteramente contenido en los medios-y precisamente porque se destruye a sí misma, podemos esperar comprender, junto a muchas otras cosas, la manera en que la violencia y la no violencia pueden cohabitar en el seno del movimiento libertario, en el seno de un mismo grupo, de un mismo individuo, según el momento y la situación, y a veces o siempre de hecho en el mismo momento, un poco como una madre que, ante una rabieta particularmente dolorosa de su hijo, duda entre apartarse o darle una bofetada. Hablo evidentemente de una madre que se implica en la situación y en su cualidad muy particular de violencia y no violencia, una madre que no está sometida en primer lugar al superyó y a los mandatos contradictorios de los manuales de enseñanza, que se determina en la situación y en función de la situación, controlando más o menos sus propias emociones y decidiendo hacer lo que le parece más deseable.

Desde el punto de vista del anarquismo, la única cuestión que se plantea es la siguiente: ¿qué fin aporta esta o aquella situación, esta o aquella actitud, este o aquel medio, no mañana o en otro lugar, sino aquí y ahora, dentro de esta única práctica o esta única actitud?¿Cuáles son las cualidades emancipadoras o, por el contrario, opresoras y dominadoras de estas prácticas y actitudes en el momento en que «tienen lugar»? Si difieren o dudan en la respuesta a esta pregunta, en función de las circunstancias o incluso de una percepción global de la vida humana, las diferentes corrientes y posiciones libertarias coinciden en la cuestión. Mejor o peor, consideran que estas diferencias a veces radicales entre ellas en su apreciación de una situación y de lo que debe o no debe hacerse, no sólo contribuyen al problema que hay que resolver sino que constituyen un elemento clave de su solución.

Os remito aquí una vez más a la dialéctica proudhoniana, a esta concepción según la cual las contradicciones, bien elegidas y bien seriadas como nos dice Proudhon, no tienen por qué resolverse, no tienen por qué solucionarse, y ello contrariamente a la dialéctica hegeliana o marxista. Un ejemplo de estas contradicciones que no tienen que resolverse y cuya tensión constituye la fuerza misma de la emancipación y de la vida: la violencia y la no violencia, por supuesto ¿Debemos crear grupos armados o confiar únicamente en las virtudes de la huelga general? La CNT española no decide, ni tiene los medios para decidir. Deja en suspenso la solución o, más exactamente, deja que cada fuerza y cada ser se determinen a sí mismos como mejor les parezca. Otro ejemplo de antinomias que no deben resolverse, porque son fuente de emancipación y de vida, aunque acaben en desastre: la antinomia entre autonomía y pacto, vínculo y desvinculación, asociación y libertad absoluta de separarse. Otras antinomias o tensiones necesarias para la vida y la libertad: la oposición entre lo igual y lo diferente, entre la permanencia y la novedad, etc. Sobre el papel de las contradicciones y la dialéctica de Proudhon, les remito a la obra y al próximo curso de Philippe Corcuff, que lo explica mucho mejor que yo.

Notas

[1] A la pregunta «¿Qué es el tiempo? San Agustín respondió: «Si nadie me lo pregunta, lo sé; si alguien me lo pregunta y quiero explicarlo, ya no lo sé». » (Confesiones, libro XI, cap. 14, son capítulos muy pequeños). El pasado ya no es, el futuro todavía no es; lo que hay es un presente incesante, pasajero, aplastado entre un pasado que ya no es y un futuro que todavía no es, con la memoria y la expectativa como únicos recursos.

[2] G. Hottois, op. cit. pp. 110 y 116 (el subrayado es nuestro).

[3] La Voz des travailleurs (A Voz do Trabalhador) en 1913.La cita es la siguiente: «el tiempo no puede ser un elemento de discusión, la organización durará un segundo o un siglo, según las necesidades», citado en Jacy Alves de Seixas, Mémoire et oubli, anarchisme et syndicalisme révolutionnaire au Brésil, Maison des sciences de l’Homme, 1992, p. 183.

[4] Ibid. p. 111.

[]

http://1libertaire.free.fr/DColson23.html



Fuente: Libertamen.wordpress.com

Anarquismo: Una tradición revolucionaria y filosófica (Daniel Colson)Daniel Colson: “El anarquismo es extremadamente realista”️la persecuciÓn sistematica hacia facundo jones huala:Judaísmo libertario en Europa Central (2009) – Daniel COLSONProudhon y el sindicalismo revolucionario (2009) – Daniel ColsonLa huelga general (2001) – Daniel ColsonTras la pista del anarquismo en Quebec [5] – El anarquismo en Quebec: Los años 40 (2005) – Michel NestorRévolte populaire et référendum constitutif au Chili – Analyse de l’Assemblée anarchiste de Bío-BíoGuerre populaire révolutionnaire – L’expérience du Rojava et la révolution actuelle au Myanmar[14/03] «Ariete anarquista» – «The Agitazione» – Ataque contra Víctor Manuel III – Batallón de la Muerte – Conferencia de Montseny – Conferencia de P. Fàbregas – Conferencia de LaPeyre – Magnani – Friedeberg – Dureau – Pelevillain – Gorion – Monteagudo¡Muévete, Karl, el anarquismo ha vuelto! – Reseña de Studies in Mutualist Political Economy de Kevin A. Carson (2005) – Larry GamboneLibertad, anarquismo o ecología social (2005) – Tony Sheather

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